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domingo 10 diciembre 2006 2145 Vistas

Y no murió en la cárcel


Por Dante López Foresi

Se supone que en una sociedad civilizada los delincuentes tienen castigo y los prohombres, reconocimiento. Y se supone que los genocidas no mueren en una cama de hospital sino en una de las peores celdas de una prisión de máxima seguridad. Pero estamos en Latinoamérica, donde esas suposiciones son improbables. Augusto Pinochet murió en una cómoda cama, rodeado de su familia, privilegio que no tuvieron sus víctimas. Hoy, Víctor Jara o el mismísimo Salvador Allende deben estar sonriendo tristemente desde las tinieblas al enterarse de que el verdugo vivió 91 años y aún tiene seguidores que lo aclaman.

El asesino Pinochet no solamente masacró a una generación completa de chilenos, torturó despiadadamente y representó el terrorismo de Estado en su más criminal expresión, sino que además, se jactaba de sus actos. Torturó y fusiló a centenares de chilenos que luego ordenó enterrar en el campo de juego del Estadio Nacional de Chile. La impunidad más atroz. Sin embargo, una buena parte de chilenos hoy llora la muerte del asesino: se acabaron las prebendas y las bases sociales apoyadas sobre odios ideológicos y privilegios económicos. Me sorprendí una vez visitando Santiago al escuchar la opinión de un humilde taxista chileno: "yo lo quiero a Mi General, porque en la época de Allende hice una cuadra de cola para que me entregaran un pollo ya que la comida estaba racionada y cuando me lo dieron estaba podrido...por eso soy pinochetista". Así fue como esa cultura perversa de la cual los argentinos lamentablemente también conocemos mucho, vació de dignidad a la sociedad chilena. El daño fue aberrante.

Una generación de ingleses ha perdido a un inestimable colaborador, que hasta fue capaz de realizar tareas de espionaje contra su vecina Argentina en la guerra por nuestras Islas Malvinas. Pinochet acentuó, agudizó e institucionalizó el injusto y dañino odio cultural entre argentinos y chilenos. Durante largos y oscuros 17 años gobernó a su antojo, dictó una constitución a su medida y se burló de quienes le preguntaron, incluso cara a cara, si no sentía una pizca de vergüenza - sin mencionar el remordimiento por ser un sentimiento desconocido en este tipo de alimañas - por haber violado sistemáticamente los derechos humanos. En uno de los máximos sinsabores de mi oficio, me tocó tener que entrevistar a ese monstruo siendo cronista de un informativo radial, cuando visitó nuestro país invitado por el ex presidiario Menem. Al realizarle esa pregunta respondió cínicamente:

- "¿Usted que habla de los derechos humanos...¿qué haría si le matan a su madre?"

- "Tendría que convertirme en un asesino como Usted?"

Pero de nada valieron las expresiones mundiales de condena y los reclamos para que la Justicia chilena e internacional condenara a uno de los hombres más siniestros de la historia latinoamericana, obligando a cumplir una condena acorde al daño causado. Nada menos que un genocidio. El dictador se dio el gusto de burlar una y otra vez a cuanto juez lo investigó. La Justicia está en deuda con la humanidad.

Reflexionemos los argentinos, que aún tenemos monstruos similares vivos y disfrutando de prisiones domiciliarias o libertades inexplicables.

Por estas horas han comenzado a circular decenas de e-mails en cadena alegrándose por la muerte de Pinochet. Y no es para menos. Le deseamos que JAMÁS descanse en paz. Sé que es inmoral alegrarse cuando alguien fallece. Pero eso solo es válido cuando quien muere es un ser humano.

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