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lunes 20 junio 2005 2278 Vistas

Frío y Lluvia


Por Dante López Foresi

Fue ayer. Por la tarde. El frío dolía en la piel. Hasta que empezó a dolerme en un alma ajena. En un umbral de una calle cualquiera de una ciudad cualquiera estaba sentada esa nena. No tenía más de 8 años. Los bracitos abrazándose y apretándose hasta ahogarse. Lloraba con desconsuelo. Pero lloraba también con dignidad. Soportaba y lloraba. Porque su veraniega y rota remera no alcanzaba a protegerla de ese frío intenso, pero su propia historia y origen -tal vez- la llenaban de dignidad como para pedir abrigo. Está creciendo en el error de que pedir es mendigar.

Todos caminaban frente a ella sin verla. Como solemos hacer los argentinos desde hace una década y media, días más, días menos. Para salvar mi propia culpa, que la sentí y mucha, debo decir que yo había cometido el error de creer que mi estufa se trasladaría mágicamente conmigo, y salí abrigado solamente con una camisa. Lo descubrí cuando me miré y traté de encontrar algo con lo cual abrigar a esa criatura. Ella temblaba, y yo me inmovilicé. No pude seguir caminando. Y no podía quitar mi vista de esa hija. Su hermano se acercó a ella. ¿Sería su hermano?. No tendría más de cinco años. Le colocó torpemente su gorra de Racing. De algún modo trató de protegerla. Ella lo miró como prometiéndole que algún día tomarían revancha de esa vida que no habían elegido. Por la vereda de enfr ente vi caminar a un abuelo orgulloso de su nieto y de su saco de cuero y piel. Me senté unos segundos...¿o minutos¿...¿u horas?...a unos metros de esa nena paralizada por el frío y con la piel erizada sin emoción. ¿Habrá síntoma más evidente del dolor?.

Para colmo esa lluvia finita y persistente queriendo agravar el momento. Fue inevitable pensar en las promesas electorales que escuché a lo largo de mi vida. Pero también recordé las críticas de los decentes que encendían la llama de la justicia social ante la injusticia de la corrupción. Pero ese fuego ni siquiera estaba cerca de esa nena. Muchos de ellos caminaban apurados sin siquiera notar la presencia de ese dolor. No había donde encontrar la mínima e indispensable calidez como para que mi conciencia durmiera en paz esa noche. Necesitaba egoístamente (lo reconozco) ver sonreír a esa criatura. No tuve el coraje de pedirle a ese abuelo que se quite su coqueto saco de cuero y piel y se lo entregue a esa pequeña. No me atreví a pedirle a esa señora excesivamente pintada que le regale esa bufanda demasiado colorida para su edad. Y no me atreví a quitarme mi camisa y caminar en cu eros por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, donde estaba esa nena dignamente sollozante. Pero tan dolorosamente entregada a su destino. Y no me lo perdono. Este episodio ocurrió ayer. Por la tarde. Anoche la soñé. Por suerte en mis sueños vestía un abrigo de piel parecida a la del saco de ese abuelo orgulloso de su nieto. Pero me estremecí al reconocer en su mirada la misma sed de revancha con la que la descubrí mirando a su hermanito.

La lluvia se detuvo por fuera. Pero por dentro la sigo sintiendo vívida y persistente. Como tal vez la esté sintiendo ella. Pero distinta. Muy distinta. La lluvia no cae del mismo modo sobre un alma lastimada.

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